La reunión familiar estaba en su furor.   Estábamos casi todos y hablábamos de enfermedades y dolencias físicas.  Tema inevitable cuando la mayoría pasa de los cincuenta años.  Que si tal pastilla cura la gota, que si tal otra, la migraña, en fin.  La farmacopea de la familia acumulada por tres o cuatro generaciones estaba siendo recorrida por completo.

De pronto una voz se alzó sobre las otras.  Era la voz de mi tía.  En nuestra reunión de hipocondríacos, sus palabras presagiaban el surgimiento de un mal hasta ahora desconocido en nuestro microentorno.  La baraja familiar de nuestras enfermedades estaba a punto de anexar una nueva condición médica.

Nos fuimos quedando callados.  Una tras otra, las miradas curiosas fijaron su atención sobre la tía.  La pobrecita hacía esfuerzos inmensos por revelar el punto exacto de su anatomía donde tenía una inflamación.  Inicialmente, se llevó la mano al cuello, al tiempo que señalaba algo que parecía estar en el centro de su cabeza o en la parte baja de su cerebro.  La cosa parecía un juego de adivinanza.

─¿Es la garganta, tía?
─No, hombre, es más adentro.
─¿La laringe… es la laringe?
─Es qué no sé cómo es que se llama… pero, sé que tiene un nombre.
─El esófago, ¿cierto?
─No.
─¿El paladar, entonces?
─Cerca, cerca…
─Los espacios interdentales ─dijo uno de los más viejos por hacerse el conocedor.
─¡Cómo se te ocurre!  Más atrás, más atrás.

En fin, pese a los esfuerzos de todos no fue posible adivinar el lugar del dolor de la tía.  De pronto, su rostro se iluminó.  Una palabra se había abierto camino desde su subconsciente y ella pudo expresarla claramente.

─¡Ya sé! –gritó emocionada–, lo que yo tengo es una… ¡inflamación del clítoris!

Nadie habló.  Por un momento, todo fue asombro y turbación.  Yo miraba el suelo tratando de espantar la imagen que mi tía acababa de implantar en mi mente, y que disolvía de un plumazo los recuerdos tiernos de ella que había acumulado durante mi niñez. Otros carraspeaban o tosían incómodos.  Los niños notaron la tensión y dejaron de jugar para venir a ver qué pasaba. Una vecina se mordía los labios y miraba nerviosa hacia la puerta.

Fue en ese terrible momento cuando mi tía, con todo el candor de que era capaz, nos aclaró que ella se refería refería era a la “bolita esa” que todos tenemos al final del paladar.

El furibundo esposo de mi tía fue quien nos sacó del trance porque se atrevió a decir:

─¡Esa se llama  ‘úvula’, no clítoris!

Al percatarnos del error –de localización, no de forma anatómica–  todos estallamos en estrepitosas carcajadas.  Los vecinos de todo el edificio empezaron a llamar a los porteros para hacernos callar porque la barahúnda alcanzó proporciones telúricas.

Sólo mi abuela, quien tenía por aquel entonces ochenta y nueve años, permanecía sentada muy modosita en su silla de ruedas.  Yo estaba a su lado, por eso me tomó del brazo y me obligó a acercarme.

─Yo no sé por qué se enoja tanto el marido de aquella, mijo.  Si Anatilda siempre ha sido una burra desde desde chiquita.  Míreme a mí, con la edad que tengo, yo todavía sé diferenciar bien lo que tengo en la boca de lo que tengo entre las piernas ─me dijo al tiempo que me guiñaba un ojo y sonreía con picardía.

Dicho esto, la abuela regresó a su  mutismo y a sus recuerdos.  Traté de contestarle algo, pero me di cuenta de que la hermosa anciana y sus recuerdos estaban ahora mucho más lejanos en el tiempo y en el espacio de lo que yo hubiera podido imaginar.

Carlos Vásquez